Moonlight: empatía en los tiempos de Donald Trump
Pasar una semana en Miami me dejó con una gran sensación de descontento.
Miami es un lugar de muchos contrastes y es muy difícil ser insensible a esa diferencia abismal que existe entre la opulencia de los Ferraris y Maseratis del South Beach y la miseria de los indigentes de los alrededores de Wynwood. Las diferencias entre ambos mundos tan cercanos geográficamente y tan distantes socialmente, y la indiferencia aparente de los que con el poder que poseen podrían reducir ese abismo, golpea a niveles que más que dolor causan una profunda decepción.
El tomar un CityTour para caminar por la tal Little Havana me hizo a los pocos pasos darme cuenta que ese conocido barrio resulta ser una caricatura de muy mal gusto de la verdadera Habana. Aún con el diminutivo en el nombre la comparación resulta muy pretenciosa. Los sandwiches cubanos no saben a sandwiches cubanos, las papayas no saben a frutas bomba, las guayabas no saben a guayabas; el son y el guaguancó se escuchan diferente, las miradas son distintas, los saludos también.
Mis días en Miami finalizaron de forma abrupta y llenos de angustia al vivir muy de cerca las tristes consecuencias que dejó en un joven su participación en la guerra de Irak: el joven tomó un arma y disparó abiertamente a personas inocentes en el aeropuerto de Fort Lauderdale, al norte de la ciudad. El atentado nos tomó por sorpresa cuando estábamos a pocos minutos de llegar al aeropuerto, fuimos testigos de la respuesta policial y mediática, así como también del caos que un acto así puede llegar a producir en el funcionamiento de un sistema tan complejo como un aeropuerto internacional.
Todas estas experiencias, a pocos días antes del traspaso de poderes y despedida del presidente Obama, me hicieron poder nuevamente observar a menor distancia esa sociedad que durante el 2016 decidió externalizar sus más obscuros deseos al elegir como líder a una personalidad que representa abiertamente y sin la menor señal de pena valores que a mi juicio pueden llegar a desequilibrar de manera negativa muchos de los logros de nuestra civilización.
Teniendo todavía esas experiencias muy frescas me resultó muy esperanzador - casi como ese oasis en el medio del desierto - ver hace dos noches la ya muy comentada película Moonlight.
La película, filmada en un barrio de Miami llamado Liberty City (al lado del ya mencionado Wynwood), presenta historias muy poco vistas en el cine estadounidense y, siento, son contadas con una sinceridad desgarradora por alguien que, sin la menor duda, ha experimentado en primera persona esas mismas situaciones.
La respuesta que tuvo Moonlight en la recién pasada entrega de los Golden Globes, llevándose el premio al mejor drama del año, refuerza la esperanzadora idea de que el valor de la diversidad, del respeto y la compasión hacia esas personas que han tenido vidas distintas a las de nuestro entorno más cercano sigue pesando fuerte en la moral de gran parte de la sociedad a la que el señor Trump le tocará gobernar.
El cine, como medio de comunicación masivo, tiene el potencial de servir como herramienta de diseminación de ideas capaces de modificar el comportamiento del publico. Este potencial, sumado a la gran acogida que ha tenido Moonlight, podrían servir, en el mejor de los casos, para esparcir esa compasión y empatía que se experimenta al ver la película, contrarrestando así un poco al individualismo, que con todos sus pro y contras, se ha mantenido como piedra angular de la sociedad actual y que a mi parecer se viene a reflejar en la reciente elección del señor Trump y sus ideales.
La película también me hizo borrar un poco esa mala impresión que tuve del actual Miami, de la fachada plástica, de veneración a la riqueza material, e hizo que sintiera una enorme empatía por la historia de Chiron, en ese laberinto de emociones, de golpes y de gestos de amistad que lo acompañaron durante su desarrollo como persona.
Miami es un lugar de muchos contrastes y es muy difícil ser insensible a esa diferencia abismal que existe entre la opulencia de los Ferraris y Maseratis del South Beach y la miseria de los indigentes de los alrededores de Wynwood. Las diferencias entre ambos mundos tan cercanos geográficamente y tan distantes socialmente, y la indiferencia aparente de los que con el poder que poseen podrían reducir ese abismo, golpea a niveles que más que dolor causan una profunda decepción.
El tomar un CityTour para caminar por la tal Little Havana me hizo a los pocos pasos darme cuenta que ese conocido barrio resulta ser una caricatura de muy mal gusto de la verdadera Habana. Aún con el diminutivo en el nombre la comparación resulta muy pretenciosa. Los sandwiches cubanos no saben a sandwiches cubanos, las papayas no saben a frutas bomba, las guayabas no saben a guayabas; el son y el guaguancó se escuchan diferente, las miradas son distintas, los saludos también.
Mis días en Miami finalizaron de forma abrupta y llenos de angustia al vivir muy de cerca las tristes consecuencias que dejó en un joven su participación en la guerra de Irak: el joven tomó un arma y disparó abiertamente a personas inocentes en el aeropuerto de Fort Lauderdale, al norte de la ciudad. El atentado nos tomó por sorpresa cuando estábamos a pocos minutos de llegar al aeropuerto, fuimos testigos de la respuesta policial y mediática, así como también del caos que un acto así puede llegar a producir en el funcionamiento de un sistema tan complejo como un aeropuerto internacional.
Todas estas experiencias, a pocos días antes del traspaso de poderes y despedida del presidente Obama, me hicieron poder nuevamente observar a menor distancia esa sociedad que durante el 2016 decidió externalizar sus más obscuros deseos al elegir como líder a una personalidad que representa abiertamente y sin la menor señal de pena valores que a mi juicio pueden llegar a desequilibrar de manera negativa muchos de los logros de nuestra civilización.
Teniendo todavía esas experiencias muy frescas me resultó muy esperanzador - casi como ese oasis en el medio del desierto - ver hace dos noches la ya muy comentada película Moonlight.
La película, filmada en un barrio de Miami llamado Liberty City (al lado del ya mencionado Wynwood), presenta historias muy poco vistas en el cine estadounidense y, siento, son contadas con una sinceridad desgarradora por alguien que, sin la menor duda, ha experimentado en primera persona esas mismas situaciones.
La respuesta que tuvo Moonlight en la recién pasada entrega de los Golden Globes, llevándose el premio al mejor drama del año, refuerza la esperanzadora idea de que el valor de la diversidad, del respeto y la compasión hacia esas personas que han tenido vidas distintas a las de nuestro entorno más cercano sigue pesando fuerte en la moral de gran parte de la sociedad a la que el señor Trump le tocará gobernar.
El cine, como medio de comunicación masivo, tiene el potencial de servir como herramienta de diseminación de ideas capaces de modificar el comportamiento del publico. Este potencial, sumado a la gran acogida que ha tenido Moonlight, podrían servir, en el mejor de los casos, para esparcir esa compasión y empatía que se experimenta al ver la película, contrarrestando así un poco al individualismo, que con todos sus pro y contras, se ha mantenido como piedra angular de la sociedad actual y que a mi parecer se viene a reflejar en la reciente elección del señor Trump y sus ideales.
La película también me hizo borrar un poco esa mala impresión que tuve del actual Miami, de la fachada plástica, de veneración a la riqueza material, e hizo que sintiera una enorme empatía por la historia de Chiron, en ese laberinto de emociones, de golpes y de gestos de amistad que lo acompañaron durante su desarrollo como persona.
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